viernes, 30 de octubre de 2009

Cuentigrafía

No tenía a penas más de 10 años y ya había aprendido la más importante lección de toda mi vida: no ser yo misma más que con quien mereciese tal privilegio. Difícil situación.
En el patio del colegio todavía había un vívido color de inocencia y se respiraban aires de nobleza y brutal sinceridad infantil hasta niveles sólo posibles a comienzos de los ochenta; la más que traída y llevada transición (con minúscula para mí). Mi Transición personal me traía a mí más de cabeza que cualquier argucia política en aquel momento de mi historia. Recuerdo hasta lo imposible los olores a recreo, el griterío y algarabía inconmensurables de mis compañeros y la profe de gimnasia: esa profe que acababa de salir de la facultad y rezumaba ganas y energías, esa profe que miraba al futuro desde el prisma socialista de Felipe y creía en una España desfranquizada, desfachizada, desespañolizada. Mi profe de gimnasia.
A las 12:20 del medio día y después del recreo todos mis compañeros parecían haber culminado con éxito el calentamiento previo al ejercicio: todos en fila, calladitos al ser llamados por la profe con disciplina casi militar-cariñosa (si ambos términos se pueden guionizar). Y allí estaba yo, de pie con mis amiguitas esperando las órdenes y dispuesta a demostrar que mis aptitudes físicas estaban en pleno rendimiento. Entonces el silbato y todos y a correr alrededor del campo de futbito; todos pataleando y haciendo el ganso sin maldad ni pecado más que el de ser preadolescentes de la época: niños educados según el régimen, calladitos, obedientes y trabajadores. Una vuelta más, tres estiramientos y vamos con lo interesante: el partido de fútbol. La mayoría de las niñas, por no decir todas menos la otra y yo, se colocaban estratégicamente en una esquina del campo para que los niños las dejasen sin jugar al hacer lo equipos y así dedicarse a las risas y las bromas. A mí siempre me elegían para jugar, y no de portera.
La profe tocaba el silbato y el partido comenzaba. Aquel día iba a ser diferente. Aquel día había mirones escapados de un curso superior, repetidores posiblemente de octavo. Yo no los vi hasta que la pelota corrió predestinada y trágicamente hacia ellos. Uno se levantó, la lanzó con fuerza hacia mí y grito “machota, ¿te vas a casar con un niño o con una niña?” La pelota me golpeó con una fuerza casi inhumana en el corazón y me desgarró la inocencia y las entrañas hasta fracturar mi “EGO” (que hasta entonces no sabía que tenía). Lección bien aprendida. Me llevó noches, días, semanas, meses y años entender aquello que aún hoy no comprendo, aunque lo conozca tan bien como mi propio rostro en el espejo.
Aquella profe de gimnasia pasó, y el patio del colegio, y todos mis compañeros que fueron substituidos por amigos, por verdaderos caminantes de un largo recorrido hasta la madurez y la injusticia. Quedaron atrás miles de palabras, de sueños, de divagaciones, de esperanzas, de principios y finales.
Tan sólo una cosa quedó: una pelota que golpea mi cabeza cada vez que me despierto y abro los ojos en este, nuestro mundo.

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